sábado, 23 de agosto de 2014

Jack


7 de agosto de 1888.

Una pareja en un portal oscuro hacían manitas. La mujer, gruesa y de treinta y cinco años, reía por el efecto del alcohol. El hombre, en tono seductor reía con su voz grave y suave, con ese exótico acento extranjero.
- ¿De verdad que no me harías un descuento? –preguntó el hombre.
- No puedo.
- ¡Oh vamos, pequeña!
- Todos tenemos que comer.
- Y te vas a hinchar a comer, eso te lo aseguro.
- ¿Sí? ¿El qué…? –preguntó coqueta la mujer
- Lo que te quepa en esa boquita.
- Tengo la boca grande y buen cuerpo.
- ¿Y si… y si yo fuera un maltratador? ¿Qué me dirías? –dijo el hombre mientras metía la mano bajo la falda de la mujer y subía hacia su entrepierna para masturbarla.
- No, usted es un caballero… ¡oh! Sí… ¡Ah!...
La mujer doblaba un poco las piernas y se contraía mientras los juguetones dedos del hombre acariciaban su sexo. Ella gemía en la oscuridad. Ansiosa, buscó a tientas en la oscuridad en los pantalones del hombre y apenas encontró miembro viril. Sería como el de un niño. El hombre se retiró repentinamente con un odio aterrador en los ojos. Su mirada parecía ser la de un ser proveniente directamente del infierno.
- ¡Puta! ¿Ya quieres que te la clave?
Un destello cegó a la mujer que no comprendía qué sucedía y un dolor punzante en el estómago la sobresaltó. La incertidumbre y la borrachera no le permitían a su adormilado cerebro asimilar los extraños movimientos del hombre echando el brazo atrás y adelante de manera frenética ni porqué su vestido estaba húmedo. La carne estaba abierta mientras le penetraba frenéticamente con la afilada hoja de aquella daga. La mujer chilló, en parte de miedo en parte por dolor, pero el hombre se abalanzó hacia ella, empotrándola contra la pared y tapándola la boca con la mano izquierda mientras que con la derecha apuñalaba compulsivamente el cuerpo rechoncho y grosero de la puta. Ella trató de gritar pero sin lograr más que emitir unos pocos y ahogados ruidos. Por más que intentara defenderse, no podía hacer gran cosa. Estaba debilitándose, estaba perdiendo fuerza y consciencia y el hombre no dejaba de apuñalarla con furia.

Cosas así eran comunes en el East End londinense, sobretodo en el distrito de Whitechapel. Las prostitutas, o mujeres corrientes que ejercían dicha profesión ocasionalmente como un extra, se veían constantemente sometidas a las agresiones de parte de muchos hombres o incluso de grupos organizados. Los chicos de Nichols, por ejemplo, eran una banda que ofrecían protección a las damas que hacían las calles a cambio de un porcentaje de las ganancias, pero si no pagaban, les costaría caro. Demasiado caro. La meretriz Emma Smith fue asaltada por tres hombres a comienzos de abril del presente año. La mujer trató de esquivarlos cruzando de acera cuando caminaba por Osborn Street. Aun así, el trío la alcanzó, la agredieron y robaron el dinero que llevaba encima. Emma llegó a duras penas hasta la pensión donde se alojaba muy malherida. Uno de sus oídos fue casi arrancado, y la cabeza recibió violentos golpes. También se quejaba de dolores en la parte baja del cuerpo. Había sido herida en el peritoneo también. Aunque fue hospitalizada de inmediato, falleció sin poder más datos que uno de los hombres vestía ropas oscuras y llevaba un pañuelo blanco de seda al cuello. Ninguna de estas dos mujeres eran casos excepcionales en Whitechapel. Allí residían ladrones, chantajistas, alcohólicos, prostitutas, mendigos, enfermos mentales, vagabundos y toda clase de marginados sociales. Obviamente, también había gente de bien, pobres, pero decentes. Pero el peligro reinaba por las calles, tabernas y casas. Los degollamientos por suicidio eran comunes (que más de uno sería algún homicidio encubierto), los maltratos y peleas intrafamiliares, ajustes de cuentas, etc. Mucha gente vivía y dormía en la calle, alimentándose de lo que podían encontrar en la basura. Muchas mujeres se prostituían ni tan siquiera por dinero, incluso por un pedacito de pan duro se entregaban a cualquier cliente. Los extranjeros inundaban las calles y la superpoblación era insostenible. La suciedad de las calles era inaudita. Había calles por las que la policía no se atrevía ni a pasar una vez que caía el sol. Era un distrito muy peligroso y la gente de mayor adquisición económica eran los de la clase baja. La miseria, el hambre, la suciedad y el sufrimiento era el día a día de las gentes de Whitechapel. Incluso algunos hombres llegaban a acreditarse algunos crímenes, aunque no tuvieran nada que ver en verdad, con tal de que los metieran entre rejas y tener un sitio donde dormir y comida diaria.

En la noche del 30 al 31 de agosto, la mayoría de la gente habían estado observando un incendio a las afueras. El cielo nocturno se tiñó de rojo sangre. Las nubes cargadas de humedad dejaban caer algunas cogitas de lluvia con cenizas. Thrawl Street estaba desierta. A excepción de un par de hombres, uno apoyado en la fachada de un edificio y otro caminando apresurado, no había nadie más. El que estaba apoyado se mantenía a la escucha de la conversación de la mujer y el arrendatario en el interior de la pensión. El bigote se iluminaba en rojo con cada calada de su cigarro. La mujer aseguraba que volvería con dinero suficiente como para pagarse la cama de esa noche y le pedía que se la guardara. Salió con su sombrero nuevo en busca de clientes por las calles londinenses. El hombre que caminaba apresurado ya había desaparecido. El hombre que estaba apoyado en la pared se caló el sombrero y, tras apagar el cigarrillo, caminó tras ella. Mantenía la distancia detrás de la mujer. Ella abordó al primer cliente y ambos se fueron a practicar el sexo en un callejón oscuro. Él los miraba. Uno tras otro, los clientes pasaron entre sus piernas mientras eran escrutados por los ojos de aquel hombre que la pisaba los talones allí donde fuese.

Más tarde, a más de las dos de la mañana, una amiga se la encontró completamente borracha cuando regresaba de ver el incendio. La mujer no se tenía en pie de la borrachera que llevaba y debía ir apoyándose por las paredes. Dijo dificultosamente que había conseguido dinero pero que se lo había gastado todo en ginebra y que trataría de conseguir algo más para pagarse la cama. Lo malo es que apenas había hombres ya a esas horas. Aun así, continuó por las oscuras y húmedas calles londinenses, adentrándose en la niebla.

No habían pasado un par de horas cuando unos hombres que caminaban por Buck’s Row hacia su lugar de trabajo vieron un extraño bulto en la puerta que daba a un matadero cercano. Al aproximarse vieron que se trataba de una mujer inconsciente. No estaban seguros de si estaba desmayada o muerta, pero notaron que tenía el vestido subido y decidieron bajárselo e ir a buscar a algún policía para que se hiciera cargo del asunto. Cuando quisieron dar parte al primero que encontraron, otro policía había dado con la mujer inerte. A pesar de que sus manos estaban gélidas, los brazos aun conservaban calor. Notaron que había sangre y enseguida se dio orden de despertar y llamar al doctor quien se presentó de inmediato y certificó que la mujer estaba muerta. Había sangre en el suelo pero no mucha. La levantaron en camilla y la trasladaron al hospital, que se encontraba pasada la calle, donde se le realizaría un examen médico y forense adecuado.

Comprobaron con gran horror que se había cometido otro homicidio. En la mandíbula inferior presentaba marcas de presión, a juzgar por la forma quizás unos pulgares. Bajo la mandíbula, en el cuello, dos profundos cortes casi seccionaban la cabeza de izquierda a derecha. Entre el abdomen y el pubis, se presentaba un gran corte atravesándolo de lado a lado, otros más pequeños de izquierda a derecha y otros de arriba hacia abajo. Las mutilaciones estaban realizadas con algún cuchillo fino y alargado. En el caso de Martha Tabram, asesinada semanas antes, también parece ser un arma similar. Aunque en su caso fueron treinta y nueve puñaladas repartidas entre el cuello y el abdomen. En este caso, el criminal parece mostrar un afán de ensañarse con los órganos femeninos ya que la proximidad de las heridas a los mismos es muy evidente. Es muy probable que se tratara de dos sucesos distintos pero hay una probabilidad de que la mano asesina sea la misma. En ambos casos hay ensañamiento con la mujer y en ambos casos el arma del crimen parece ser una daga o cuchillo largo y afilado. En el caso de Tabram, el crimen fue muy sucio sin duda. El asesino debió haberse manchado mucho, pero dado que era corriente ver a carniceros y matarifes con sus ropas ensangrentadas paseándose por las calles de Whitechapel, quizás no se le diera demasiada importancia. Pero la furia con la que se causó las heridas y el enorme charco de sangre que dejó sugiere que fue algo visceral y sucio. En éste nuevo crimen apenas había sangre visible. Habían mutilado su vientre y realizado dos profundos cortes en el cuello, por el que pasa venas y arterias de gran torrente sanguíneo, pero la sangre derramada era mínima, y la mayoría se encontró bajo su abrigo pegajoso al ser levantada para subirla a la camilla. Puede que la mataran en otro sitio y la dejaran allí o puede que ya estuviera muerta cuando se realizaron los cortes por lo que el corazón no bombearía sangre y ésta sólo saldría por estar expuesta en la herida, no por que saliera impulsada por la circulación. Cuando la encontraron no debía de llevar demasiado tiempo muerta ya que, para ser una noche bastante fría, el cuerpo aún permanecía caliente. Es muy probable que aún estuviera rebosando sangre en el momento de verla pero que no se percataran de ello debido a la oscuridad.

La amiga con la que se había encontrado la noche de su muerte la identificó, así como el padre de la difunta y el ex marido: Mary Ann Nichols, apodada como Polly. Nadie pudo proporcionar pistas acerca de lo sucedido. La recordaban como una mujer bastante querida por todo el mundo, muy aseada y no se le conocían enemigos. ¿Quién pudo cometer dicho crimen? Quizás un cliente insatisfecho, algún miembro de alguna banda como la de los chicos de Nichols o cualquier asaltante nocturno. Realmente no se pudo dilucidar demasiado sobre el crimen tras los interrogatorios que se hicieron. Las declaraciones no arrojaron mucha luz sobre el caso.

Jack rememoraba en papel aquella noche. Encerrado en casa empapaba su pluma en la tinta y garabateaba rápidamente sobre papel:
“¡Cómo se insinuaba la muy zorra! Esa sonrisa de perra en celo deseando que la montaran… debía de tener el agrio coño tan desgastado que no debía sentir nada. ¡Cómo se reía la muy guarra y cómo coqueteaba! Mientras yo le seguía la corriente para que no sospechara. Además de zorra era ilusa y estúpida. Si pensara más con la cabeza que con el coño… ¡Pobres las mujeres! Todos los problemas de la sociedad los crearon ella, así fue desde los tiempos de Adán y Eva. Son la enfermedad del mundo, si para algo son necesarias son para la procreación de la especie. Aún recuerdo cómo mis manos acariciaban su cuello. Un cuello grueso que se las debía tragar a pares. Sentía su tráquea bajo las yemas de mis dedos y… apreté, apreté mientras ella trataba de coger aire y me golpeaba con los puños y piernas. La perra se asfixiaba, se ahogaba y los ojos se abren como platos. Emite ruidos extraños tratando de respirar y su rostro se torna rojo. Aún recuerdo esas grotescas venas hinchadas como si fueran a estallar. Las venas de la cara se abultaban y marcaban más y más como mi polla. La puta fue perdiendo fuerza y se movía cada vez menos. Trataba de abrirme las manos o clavarme las uñas, aunque apenas sentía nada gracias a los guantes. Aprieto cada vez más fuerte hasta que noto un crujido y la perra se relaja. ¡Dios, eso es sexo! ¡Eso sí que era un orgasmo! Apreté un poco más para asegurarme y la zarandeé, moviéndose como un muñeco de trapo. La dejé caer suavemente en el suelo y la tumbé. Entonces saqué mi afilado cuchillo y, situándome sobre su cabeza, veo cómo palidece y toda la sangre retorna hacia el cuerpo y hacia abajo por efecto de la gravedad. Cuando se ha quedado blanca, con los ojos medio cerrados y la lengua sobresaliendo un poco entre los dientes, coloqué el filo del cuchillo sobre su cuello y, apretando di un fuerte tirón cortando el tejido. La carne se abrió, los tendones, músculos y ligamentos se retrocedieron y la tráquea se inundó de sangre que comenzó a manar. No salpicaba, sólo fluía, no había corazón latiendo que la bombeara. Era como agua que rebosara de un envase. Entonces me moví hacia sus piernas y le arremangué el vestido. Hundí la afilada hoja del cuchillo en su carne, lo saqué y volví a repetir la acción. Lo clavé reiteradas veces en su vientre y su coño. La fría hoja penetraba con ahínco mutilando su entrepierna mientras el líquido cálido manaba jugoso. Tuve la tentación de chupar, pero me contuve. ¡Quién sabe la de enfermedades que pueden tener esas perras!”
A Jack le gustaba recrearse en esa experiencia orgásmica de la noche anterior. No quería que el éxtasis de la experiencia se apaciguara. Al escribirlo lo recordaría, lo inmortalizaría para releerlo cuantas veces quiera y revivir de alguna manera esa noche. Ya había sentido algo similar anteriormente, pero nunca tan intenso como aquella madrugada del 31 de agosto de 1888 en una solitaria y oscura calle de Whitechapel.

Y es que el pobre Jack nunca tuvo buena mano con las mujeres. Madeleine le usó, le engañó, le hizo creer que le amaba y lo único que quería era satisfacerse tras el divorcio de su marido. Era mayor que él e hizo lo que quiso con un hombre joven desesperado por una mujer. Rompió una pareja estable, amigos suyos, sólo porque la chica le atraía, sin llegar a amarla. Tras la separación, ella también le rechazó. Tan desesperado estaba que hasta con una menor trató de engatusarla aprovechándose del cariño de ella hacia él. Manipulándola, engañándola y mintiéndola trató de manejarla e incluso cambiarla para que su aspecto se asemejara al que había tenido la chica que más deseó. Obsesionado por ese ideal, Jack trató de cambiar a esa chica para crear a imagen y semejanza de la otra muchacha. No sólo eso si no que la aisló, así como algunas de sus amistades, para que no hablaran entre sí, para que no supieran de sus planes y poder manejarlos mejor con sus mentiras teniéndolos a todos separados. El titiritero manejaría mucho mejor así los hilos de sus marionetas. Tal era su desesperación, que incluso buscaba pareja por anuncios. Y es que si de algo carecía Jack era de hombría. No era capaz de mantener a ninguna mujer a su lado, de hecho, algunas incluso se aprovechaban de él. Había estado demasiado apegado a su madre por años. En vez de resolver sus problemas o conflictos, daba la espalda y soltaba todo con mentiras, tergiversaciones y exageraciones a otras personas. O simplemente huía y no se enfrentaba a su problema. No daba la cara como un hombre porque seguramente no pudiera demostrar nada de hombría o de razón ante los argumentos que otros caballeros pudieran reprocharle. Jack solía negar todo hasta que se veía acorralado y entonces ponía una excusa para lo que hasta ese mismo momento había estado negando. Jack no era una persona fiel ni consigo misma, cuanto menos con los demás. De hecho, Jack se aprovechaba de los demás tal como él creía que se aprovechaban de él, sobre todo el sexo femenino. Odiaba a las mujeres por miedo. Porque sabía que ellas tenían el poder y él no. Él, como hombre, no tenía poder alguno. Sabe que no tiene nada que hacer y se frustra, es negativo y hunde a las personas con ilusiones porque él no puede conseguirlo también. Esa frustración y esa represión, tarde o temprano tiene que salir y el comportamiento que empezó con mentiras y tergiversaciones para manipular a la gente de su entorno es el primer paso para el crimen para una persona que sólo piensa en sí misma. La mentira, aparte de ser una forma de violencia más sutil, es también una forma de poder, de sentirse poderoso, la mentira es el escudo del cobarde. Llegó incluso a llevar a la depresión a una pareja que tuvo, acabando en el hospital por su culpa. Por ahí se empieza siempre. Pero cuando hubo el primer delito de maltrato físico tuvo que huir y emigrar. Jack es el tipo de persona que está vacío por dentro, no sólo de sentimientos si no de valores y de personalidad. Él se dedica a imitar a otros, a actuar e interpretar un papel. Si ve que a alguien le funciona una estrategia para flirtear, la copia milimétricamente. Que ve que alguien le sienta bien un peinado, lo copia a la perfección. Se dedica a copiar y a imitar. Su impulsividad le ha llevado en varias ocasiones a actuar no racionalmente como un caballero, si no como un desesperado sexual al que le controla su pene y sus hormonas de adolescente, a pesar de que ya es un hombre. Ese descontrol le ha llevado en el pasado a muchos conflictos. Una persona que se contradice a sí misma, miente a familiares, colegas, parejas y demás sólo por su complacencia no es muy de fiar. ¿Y quién iba a sospechar de él? Con su carisma, su extroversión, su sociabilidad… todo eso es la máscara que cubre su verdadero ser. Por eso nunca dejaba que lo conocieran a fondo ni se mostraba abiertamente. Por eso huía de quien lograba atisbar en sus pensamientos y emociones. Era un camaleón, capaz de adaptarse a cualquiera con tal de encajar y ser aceptado. Esa dependencia e inseguridad creaban continuos conflictos en su interior. Incluso Jack no era su verdadero nombre, era un mero pseudónimo. Otra mentira más, otra máscara. ¿Y qué mejor lugar para buscar refugio que en la Inglaterra victoriana? Una sociedad regida por la doble moral, por las fachadas, por las falsas apariencias. Una sociedad donde reinaba el puritanismo y se practicaba el libertinaje de manera clandestina. Si, la melancólica y vieja Inglaterra era el lugar perfecto para huir y escapar de la justicia hasta que las cosas se calmasen. Y había llegado allí en verano del año anterior. Un hombre resentido que huía por cometer un crimen y se iba a refugiar a la zona donde reina el crimen y sólo existe la ley del más fuerte. Whitechapel era pura depravación e inmoralidad.

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