jueves, 2 de junio de 2016

Vudú

Enrique había prosperado, pero se sentía perdido.
Su semblante había cambiado radicalmente, y pareció caer en un estado de depresión y angustia repentinas, después de cruzarse con aquel misterioso francés. Su esposa Paola no lo comprendía y aunque quiso conocer el motivo de su malestar, él negó sentirse mal y ella respetó su silencio. Se habían marchado los dos juntos de vacaciones cuando se enteraron de que ella había quedado embarazada por segunda vez.  
Enrique lo había visto por primera vez a Pierre en la cubierta del crucero, paseando con tranquilidad y solo, e incluso le había mirado y arqueado las cejas a modo de saludo. Sin embargo Enrique se había quedado paralizado al darse cuenta de que aquellos fríos ojos franceses y esas finas cejas le mostraron que le había visto también a él.
Pierre Marcato, con sus cincuenta y cuatro años, poseía una juventud sobrenatural. Se conservaba excelentemente. Ágil, de buen porte y en parte atractivo, de no ser por la prominente nariz aquilina y los labios finos de reptil. Sus ojos, aunque normales, observaban con una inexpresividad y una frialdad que helaban la sangre. Ninguna emoción, buena o mala, podía atisbarse en su mirada. A decir verdad, su cara en conjunto parecía la de un maniquí y era tan expresiva como una roca. Y era blanco como el mármol, o mejor dicho pálido como un muerto. Un fantasma del pasado que había regresado desde el más allá. Las largas horas en penumbra y la vida nocturna habían hecho que palideciera rápidamente.
Pierre solía decir que “los favores deben ser agradecidos, de lo contrario serían arrebatados con creces”. Y él no le había agradecido el favor que Pierre le había hecho tanto tiempo atrás. Y por más que había intentado alejarse de él, Pierre lo había encontrado de nuevo y quizás para cobrarse la deuda pendiente. ¿Por qué si no iba a estar de nuevo en su vida? ¿Por qué si no le habría dicho que estaba buscándole?
Enrique había visto cómo gente sin preparación había logrado llegar a lo más alto, sin embargo, él no conseguía sus frutos por más que se esforzara. Por eso decidió recurrir a Pierre. Y éste logró darle lo que tanto ansiaba. Conocía a Pierre desde tiempo antes de haberle ayudado en sus negocios, negocios turbios y esotéricos.
Desde que había visto a Pierre en la cubierta del barco, Paola, su mujer, había empezado a enfermar, y al finalizar el crucero tuvieron que volver directamente a casa, acabándose así sus vacaciones. Su enfermedad fue repentina, apenas unos días antes, cuando habían atracado en la costa, ella había estado rebosante de vitalidad. Enrique se asombró de verla corretear y saltar por la arena como una chiquilla, dando alguna que otra vuelta en el aire con cada salto. Desconocía que aún tuviera semejante agilidad. Con cada salto y giro, su vestido ondeaba como un abanico en el aire antes de recogerse y caer de nuevo sobre sus piernas. Parecía una colegiala en vez de una mujer adulta. El melodioso sonido de su risa se elevaba en el aire y se mezclaba con el sonido del mar y las gaviotas que lo sobrevolaban. Estaba radiante de vitalidad y jovialidad, parecía haber rejuvenecido casi veinte años de golpe. Él la miraba danzando por la playa a la vez que recordaba a aquella joven muchacha de la que se enamoró hace tantos años y no veía ninguna diferencia, parecía que el tiempo no hubiera pasado en absoluto para ella.
Es cierto que ella, para ser una mujer de treinta y ocho años en ese momento, parecía más joven, quizás no más de treinta y tres o treinta y cuatro a lo sumo, pero desde la noticia parecía que todas sus arrugas hubieran desaparecido de golpe, y sin usar maquillaje, con el rostro al natural. Sobre sus hombros y su espalda comenzaban a presentarse algunas manchas de piel, pero eran tan pequeñas y difusas que todo el mundo las confundía con pecas. Y cuando se recogía el pelo castaño hacia atrás y lo sujetaba con una diadema decorada con flores quedaba al descubierto el rostro risueño y coqueto de siempre. Era guapa como ninguna. Tenía una mirada triste pero tierna, que inspiraba mucha cercanía y bondad. Su nariz era recta con pómulos prominentes y elevados. Y las comisuras de los labios se marcaban como si mantuviera una constante y leve sonrisa. Realmente el conjunto de su rostro le daba una apariencia afable y bondadosa. Aunque se notaba que la piel estaba perdiendo su elasticidad jovial y comenzaba a caer, sobre todo en las carrilleras y en los brazos, su piel seguía siendo suave y delicada. Disfrutaba de verla corriendo por la arena, bailando y riendo a carcajada limpia.
Él, en cambio, estaba terriblemente avejentado, pero no la vida de casado, si no por los recuerdos de su pasado, que no le dejaban dormir por las noches y le preocupaban allá donde fuese. Una incipiente calva dejaba al descubierto su cabeza y el pelo comenzaba a perder su brillo y color azabache, tanto, que sobre las orejas ya tenía unos mechones canos por completo. Él tan sólo tenía un par de años más que su esposa, pero parecían muchos más. Ella lo achacaba al estrés del trabajo y él quería creerlo, pero en el fondo de su corazón sabía que no era así.
Su hija adolescente no se preocupó de su madre demasiado cuando regresaron de sus vacaciones y ella estaba enferma. Muy al contrario, continuaba saliendo con sus amistades de botellón. Ya tenía suficiente con sus problemas amoríos con los chicos. Dos semanas después, Paola seguía enferma sin que los médicos dieran con la solución a su aflicción, se había encontrado de nuevo con Pierre y su hija adolescente salió la noche del sábado de juerga.
La noche había empezado alegre y con promesas de diversión. El alcohol y las risas corrían. La falta de equilibrio hizo que se diera un mal golpe. “Yo controlo”, solía decir. Pero no pudo controlar su mal equilibrio, tanto en la estabilidad del cuerpo como en la emocional que le llevó a esa situación. El golpe fue recibido en un mal lugar. Y no lo pudo contar.
Para el matrimonio fue devastador. Cuando has perdido a la persona que más querías en tu vida, el resto de pérdidas parecen chistes del destino.
Paola había perdido todo atisbo de juventud en su rostro, su piel estaba reseca y las arrugas estaban apareciendo a un ritmo alarmante. Parecía que se estuviera consumiendo.  Enrique por su parte estaba perdiendo más pelo de lo normal y la calva había crecido bastante. Y su conciencia pesaba cada vez más y más, pues en cierto sentido se sentía responsable de la muerte de su hija y de la enfermedad de su esposa. La peor sensación del mundo no es la tristeza, si no la impotencia. La pena se pasa, la impotencia te encadena y te paraliza, te abruma de tal manera que te incapacita para cualquier cosa.
Finalmente decidió contarle a su esposa sus temores y sus preocupaciones. Ambos hombres se habían encontrado por primera vez en el pasado, antes de que Enrique hubiera conocido tan siquiera a su esposa. Pierre era practicante de magia negra y vudú, artes oscuras en las que Enrique no creía, pero que con el paso del tiempo empezó a creer. Él sirvió a Pierre en encontrar lo que necesitaba y además de ayudarle en muchos rituales cuando algún cliente iba a buscar ayuda Pierre. Enrique le pidió que le ayudara a posicionarse bien en su trabajo y lo logró, bien por casualidad o bien por los hechizos del brujo. No sólo eso, si no que entró en su vida Paola en ese mismo momento. Pero cuando Enrique vio que la maldad de Pierre iba cada vez más en aumento, llegó a temerle, y se alejó de él sin querer más tratos con Pierre… y se marchó de su lado sin agradecerle tan siquiera la ayuda que le había prestado, cosa mala en el mundo de lo esotérico. Y Enrique tenía la sospecha que ahora Pierre había vuelto para vengarse de él, cebándose en lo que él más quería: su mujer y sus hijas.
Paola no daba crédito al oir la confesión de su esposo. Por eso no quería hablar de su pasado. Por eso no quería saber nada de aquellos días y rehuía hablar del tema. Se sentía tan traicionada y engañada… Cuando confías en alguien de corazón, no sospechas nada aunque te esté engañando delante de tus narices y tú lo veas con tus propios ojos…
Habían acudido a la policía pero ¿qué podían hacer ellos? Sólo eran meras sospechas hacia un individuo por ¿hechicería? ¿Quién en su sano juicio creería eso?
Paola, con su cabeza apoyada en las manos, llorando en silencio en la oscuridad del cuarto, se sentía impotente y perdida. Todo esto había sido por culpa de su marido y de su estúpida juventud. De hecho pensaba de él que esa arrogancia juvenil aún la conservaba, antes él era como un libro abierto, ahora es más cuidadoso con lo que dice y hace, pero igual de prepotente y por su culpa tanto ella como sus dos niñas estaban en peligro. En el fondo era un débil y un irresponsable, siempre lo había sido. Una idea tenebrosa se le pasó por la cabeza, no una ni dos, si no muchas veces, y cada vez con más frecuencia. Sobrevolaba su mente como un cuervo negro, funesto, que auguraba una calamidad. Se posaba en su mente por unos momentos y volvía a alzar el vuelo. Pero lo cierto es que ya había hecho el nido y volvía con más frecuencia y permanecía por más tiempo. Sólo había una solución y era matar al perro. Muerto el perro, se acabó la rabia. Pero ¿quién era el perro y quién la rabia? El perro era sin duda su marido y la rabia la traía ese francés. Si quería protegerse a sí misma y a lo que más quería en su vida, debía deshacerse de su marido, aquel que le estaba causando tanto mal a través de un tercero. Sabía que si le dejaba con vida, Pierre querría hacerle sufrir y las seguiría atacando. Si moría, Pierre ya no tendría por qué hacerlas nada a ellas. Eso le pasaba por enamorarse de un inútil. Ya se lo había advertido su madre, pero ella, como tonta, quiso formar una familia con ese indeseable. Ya cuando le ocultaba su pasado debía haberse olido que algo turbio ocultaba. Se sentía tan apesadumbrada, engañada, traicionada… Cuanto más lo pensaba más convencida estaba que esa era la única solución. ¿Pero cómo sería capaz de hacer una cosa así? Al menos si pudiera hacer que fuese un accidente o que lo hiciera él mismo de alguna manera, para no cargar su alma con ese peso…
Una noche, los gritos de Paola y los llantos alertaron a Enrique. Ambos estaban muy consumidos por el estrés y se veían muy, muy avejentados y delgados. La mujer se quejaba de un fuerte dolor en el vientre. Quizás a la niña la pasaba algo malo, o quizás la niña le estaba haciendo algo malo a ella a través del poder del hechicero.
Pero cuando obtuvo la atención sanitaria necesaria, ya había abortado. Y la mayor tragedia para Enrique aún estaba por venir. Había perdido a su hija adolescente, luego a su hija no nata y por último su esposa debido a la debilidad. Sencillamente, ella se dejó morir.
Enrique ya no podía más con eso. Decidió poner fin a su pesadilla particular. Iba a enfrentarse cara a cara con Pierre y a matarlo si podía. Dio con su alojamiento. Fue y lo esperó. Los malditos policías rondaban cerca y lo iba a tener difícil. Pero estaba decidido. Se había guardado la navaja en el bolsillo y no aparataba la mano. Esperaba y esperaba y por fin Pierre apareció. Se fue acercando a él por detrás. Con la velocidad de un rayo, con las lágrimas corriendo por sus mejillas, vengó las muertes de su esposa e hijas. Tiró de la barbilla del francés hacia arriba y deslizó el filo de acero por su cuello. Antes de que el cuerpo de Pierre tocara el suelo, un grupo de policías corrieron a socorrerle y a apresar a Enrique.
-          Ese cerdo me ha maldecido –dijo Enrique llorando-, ha matado a mi familia.
-          ¿Dice que le ha maldecido y matado a su familia? –preguntó incrédulo uno de los policías.
-          Sí, era hechicero vudú…

-          Se equivoca. Lo que realmente era, era un farsante. Sacaba el dinero con sus cuentos de hechicería y no tenía poderes. Un vidente, que sí tiene facultades de verdad, nos ayudó a dar con él. Ha estafado grandes sumas de dinero a grandes personalidades por varios países y estaba en busca y captura por la interpol… aunque mucho me temo que usted irá a prisión por homicidio con alevosía. Acaba de condenarse usted solito, no él.

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