Enrique había prosperado, pero se
sentía perdido.
Su semblante había cambiado
radicalmente, y pareció caer en un estado de depresión y angustia repentinas,
después de cruzarse con aquel misterioso francés. Su esposa Paola no lo
comprendía y aunque quiso conocer el motivo de su malestar, él negó sentirse
mal y ella respetó su silencio. Se habían marchado los dos juntos de vacaciones
cuando se enteraron de que ella había quedado embarazada por segunda vez.
Enrique lo había visto por
primera vez a Pierre en la cubierta del crucero, paseando con tranquilidad y
solo, e incluso le había mirado y arqueado las cejas a modo de saludo. Sin
embargo Enrique se había quedado paralizado al darse cuenta de que aquellos
fríos ojos franceses y esas finas cejas le mostraron que le había visto también
a él.
Pierre Marcato, con sus cincuenta
y cuatro años, poseía una juventud sobrenatural. Se conservaba excelentemente.
Ágil, de buen porte y en parte atractivo, de no ser por la prominente nariz
aquilina y los labios finos de reptil. Sus ojos, aunque normales, observaban
con una inexpresividad y una frialdad que helaban la sangre. Ninguna emoción,
buena o mala, podía atisbarse en su mirada. A decir verdad, su cara en conjunto
parecía la de un maniquí y era tan expresiva como una roca. Y era blanco como
el mármol, o mejor dicho pálido como un muerto. Un fantasma del pasado que
había regresado desde el más allá. Las largas horas en penumbra y la vida
nocturna habían hecho que palideciera rápidamente.
Pierre solía decir que “los
favores deben ser agradecidos, de lo contrario serían arrebatados con creces”.
Y él no le había agradecido el favor que Pierre le había hecho tanto tiempo
atrás. Y por más que había intentado alejarse de él, Pierre lo había encontrado
de nuevo y quizás para cobrarse la deuda pendiente. ¿Por qué si no iba a estar
de nuevo en su vida? ¿Por qué si no le habría dicho que estaba buscándole?
Enrique había visto cómo gente
sin preparación había logrado llegar a lo más alto, sin embargo, él no
conseguía sus frutos por más que se esforzara. Por eso decidió recurrir a
Pierre. Y éste logró darle lo que tanto ansiaba. Conocía a Pierre desde tiempo
antes de haberle ayudado en sus negocios, negocios turbios y esotéricos.
Desde que había visto a Pierre en
la cubierta del barco, Paola, su mujer, había empezado a enfermar, y al
finalizar el crucero tuvieron que volver directamente a casa, acabándose así
sus vacaciones. Su enfermedad fue repentina, apenas unos días antes, cuando
habían atracado en la costa, ella había estado rebosante de vitalidad. Enrique
se asombró de verla corretear y saltar por la arena como una chiquilla, dando
alguna que otra vuelta en el aire con cada salto. Desconocía que aún tuviera
semejante agilidad. Con cada salto y giro, su vestido ondeaba como un abanico
en el aire antes de recogerse y caer de nuevo sobre sus piernas. Parecía una
colegiala en vez de una mujer adulta. El melodioso sonido de su risa se elevaba
en el aire y se mezclaba con el sonido del mar y las gaviotas que lo
sobrevolaban. Estaba radiante de vitalidad y jovialidad, parecía haber
rejuvenecido casi veinte años de golpe. Él la miraba danzando por la playa a la
vez que recordaba a aquella joven muchacha de la que se enamoró hace tantos
años y no veía ninguna diferencia, parecía que el tiempo no hubiera pasado en
absoluto para ella.
Es cierto que ella, para ser una
mujer de treinta y ocho años en ese momento, parecía más joven, quizás no más
de treinta y tres o treinta y cuatro a lo sumo, pero desde la noticia parecía
que todas sus arrugas hubieran desaparecido de golpe, y sin usar maquillaje,
con el rostro al natural. Sobre sus hombros y su espalda comenzaban a
presentarse algunas manchas de piel, pero eran tan pequeñas y difusas que todo
el mundo las confundía con pecas. Y cuando se recogía el pelo castaño hacia
atrás y lo sujetaba con una diadema decorada con flores quedaba al descubierto
el rostro risueño y coqueto de siempre. Era guapa como ninguna. Tenía una
mirada triste pero tierna, que inspiraba mucha cercanía y bondad. Su nariz era
recta con pómulos prominentes y elevados. Y las comisuras de los labios se
marcaban como si mantuviera una constante y leve sonrisa. Realmente el conjunto
de su rostro le daba una apariencia afable y bondadosa. Aunque se notaba que la
piel estaba perdiendo su elasticidad jovial y comenzaba a caer, sobre todo en
las carrilleras y en los brazos, su piel seguía siendo suave y delicada.
Disfrutaba de verla corriendo por la arena, bailando y riendo a carcajada
limpia.
Él, en cambio, estaba
terriblemente avejentado, pero no la vida de casado, si no por los recuerdos de
su pasado, que no le dejaban dormir por las noches y le preocupaban allá donde
fuese. Una incipiente calva dejaba al descubierto su cabeza y el pelo comenzaba
a perder su brillo y color azabache, tanto, que sobre las orejas ya tenía unos
mechones canos por completo. Él tan sólo tenía un par de años más que su
esposa, pero parecían muchos más. Ella lo achacaba al estrés del trabajo y él
quería creerlo, pero en el fondo de su corazón sabía que no era así.
Su hija adolescente no se
preocupó de su madre demasiado cuando regresaron de sus vacaciones y ella
estaba enferma. Muy al contrario, continuaba saliendo con sus amistades de
botellón. Ya tenía suficiente con sus problemas amoríos con los chicos. Dos
semanas después, Paola seguía enferma sin que los médicos dieran con la
solución a su aflicción, se había encontrado de nuevo con Pierre y su hija
adolescente salió la noche del sábado de juerga.
La noche había empezado alegre y
con promesas de diversión. El alcohol y las risas corrían. La falta de
equilibrio hizo que se diera un mal golpe. “Yo controlo”, solía decir. Pero no
pudo controlar su mal equilibrio, tanto en la estabilidad del cuerpo como en la
emocional que le llevó a esa situación. El golpe fue recibido en un mal lugar.
Y no lo pudo contar.
Para el matrimonio fue
devastador. Cuando has perdido a la persona que más querías en tu vida, el
resto de pérdidas parecen chistes del destino.
Paola había perdido todo atisbo
de juventud en su rostro, su piel estaba reseca y las arrugas estaban
apareciendo a un ritmo alarmante. Parecía que se estuviera consumiendo. Enrique por su parte estaba perdiendo más
pelo de lo normal y la calva había crecido bastante. Y su conciencia pesaba
cada vez más y más, pues en cierto sentido se sentía responsable de la muerte
de su hija y de la enfermedad de su esposa. La peor sensación del mundo no es
la tristeza, si no la impotencia. La pena se pasa, la impotencia te encadena y
te paraliza, te abruma de tal manera que te incapacita para cualquier cosa.
Finalmente decidió contarle a su
esposa sus temores y sus preocupaciones. Ambos hombres se habían encontrado por
primera vez en el pasado, antes de que Enrique hubiera conocido tan siquiera a
su esposa. Pierre era practicante de magia negra y vudú, artes oscuras en las
que Enrique no creía, pero que con el paso del tiempo empezó a creer. Él sirvió
a Pierre en encontrar lo que necesitaba y además de ayudarle en muchos rituales
cuando algún cliente iba a buscar ayuda Pierre. Enrique le pidió que le ayudara
a posicionarse bien en su trabajo y lo logró, bien por casualidad o bien por
los hechizos del brujo. No sólo eso, si no que entró en su vida Paola en ese
mismo momento. Pero cuando Enrique vio que la maldad de Pierre iba cada vez más
en aumento, llegó a temerle, y se alejó de él sin querer más tratos con Pierre…
y se marchó de su lado sin agradecerle tan siquiera la ayuda que le había
prestado, cosa mala en el mundo de lo esotérico. Y Enrique tenía la sospecha
que ahora Pierre había vuelto para vengarse de él, cebándose en lo que él más
quería: su mujer y sus hijas.
Paola no daba crédito al oir la
confesión de su esposo. Por eso no quería hablar de su pasado. Por eso no
quería saber nada de aquellos días y rehuía hablar del tema. Se sentía tan
traicionada y engañada… Cuando confías en alguien de corazón, no sospechas nada
aunque te esté engañando delante de tus narices y tú lo veas con tus propios
ojos…
Habían acudido a la policía pero
¿qué podían hacer ellos? Sólo eran meras sospechas hacia un individuo por
¿hechicería? ¿Quién en su sano juicio creería eso?
Paola, con su cabeza apoyada en
las manos, llorando en silencio en la oscuridad del cuarto, se sentía impotente
y perdida. Todo esto había sido por culpa de su marido y de su estúpida
juventud. De hecho pensaba de él que esa arrogancia juvenil aún la conservaba,
antes él era como un libro abierto, ahora es más cuidadoso con lo que dice y
hace, pero igual de prepotente y por su culpa tanto ella como sus dos niñas
estaban en peligro. En el fondo era un débil y un irresponsable, siempre lo
había sido. Una idea tenebrosa se le pasó por la cabeza, no una ni dos, si no
muchas veces, y cada vez con más frecuencia. Sobrevolaba su mente como un
cuervo negro, funesto, que auguraba una calamidad. Se posaba en su mente por
unos momentos y volvía a alzar el vuelo. Pero lo cierto es que ya había hecho
el nido y volvía con más frecuencia y permanecía por más tiempo. Sólo había una
solución y era matar al perro. Muerto el perro, se acabó la rabia. Pero ¿quién
era el perro y quién la rabia? El perro era sin duda su marido y la rabia la traía
ese francés. Si quería protegerse a sí misma y a lo que más quería en su vida,
debía deshacerse de su marido, aquel que le estaba causando tanto mal a través
de un tercero. Sabía que si le dejaba con vida, Pierre querría hacerle sufrir y
las seguiría atacando. Si moría, Pierre ya no tendría por qué hacerlas nada a
ellas. Eso le pasaba por enamorarse de un inútil. Ya se lo había advertido su
madre, pero ella, como tonta, quiso formar una familia con ese indeseable. Ya
cuando le ocultaba su pasado debía haberse olido que algo turbio ocultaba. Se
sentía tan apesadumbrada, engañada, traicionada… Cuanto más lo pensaba más
convencida estaba que esa era la única solución. ¿Pero cómo sería capaz de
hacer una cosa así? Al menos si pudiera hacer que fuese un accidente o que lo
hiciera él mismo de alguna manera, para no cargar su alma con ese peso…
Una noche, los gritos de Paola y
los llantos alertaron a Enrique. Ambos estaban muy consumidos por el estrés y
se veían muy, muy avejentados y delgados. La mujer se quejaba de un fuerte
dolor en el vientre. Quizás a la niña la pasaba algo malo, o quizás la niña le
estaba haciendo algo malo a ella a través del poder del hechicero.
Pero cuando obtuvo la atención
sanitaria necesaria, ya había abortado. Y la mayor tragedia para Enrique aún
estaba por venir. Había perdido a su hija adolescente, luego a su hija no nata
y por último su esposa debido a la debilidad. Sencillamente, ella se dejó
morir.
Enrique ya no podía más con eso.
Decidió poner fin a su pesadilla particular. Iba a enfrentarse cara a cara con
Pierre y a matarlo si podía. Dio con su alojamiento. Fue y lo esperó. Los
malditos policías rondaban cerca y lo iba a tener difícil. Pero estaba
decidido. Se había guardado la navaja en el bolsillo y no aparataba la mano.
Esperaba y esperaba y por fin Pierre apareció. Se fue acercando a él por
detrás. Con la velocidad de un rayo, con las lágrimas corriendo por sus
mejillas, vengó las muertes de su esposa e hijas. Tiró de la barbilla del
francés hacia arriba y deslizó el filo de acero por su cuello. Antes de que el
cuerpo de Pierre tocara el suelo, un grupo de policías corrieron a socorrerle y
a apresar a Enrique.
-
Ese cerdo me ha maldecido –dijo Enrique
llorando-, ha matado a mi familia.
-
¿Dice que le ha maldecido y matado a su familia?
–preguntó incrédulo uno de los policías.
-
Sí, era hechicero vudú…
-
Se equivoca. Lo que realmente era, era un farsante.
Sacaba el dinero con sus cuentos de hechicería y no tenía poderes. Un vidente,
que sí tiene facultades de verdad, nos ayudó a dar con él. Ha estafado grandes
sumas de dinero a grandes personalidades por varios países y estaba en busca y
captura por la interpol… aunque mucho me temo que usted irá a prisión por
homicidio con alevosía. Acaba de condenarse usted solito, no él.